Análisis de God of War Ragnarok - Una historia de dioses que estremece por su humanidad | Eurogamer.es

2022-12-02 18:35:35 By : Mr. sir su

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Justo al terminar de escribir la pequeña preview de Ragnarok que publicábamos hace unos días hablaba de una escena en apariencia intrascendente, un detalle del God of War de 2018 que precisamente por su sutileza corría el riesgo de pasar desapercibido entre el ruido, la furia y las cinemáticas de sopapos en portentoso plano secuencia. Era como digo un gesto sencillo, calmado, el de un padre que hacía ademán de acariciar a su hijo en el hombro y el de un espartano que dudaba y finalmente decidía no hacerlo; el de un hombre al que le habían enseñado a cerrar su corazón, y que se creía en la obligación de transmitir justo eso. Ese hombre era Kratos, por descontado, y por eso aquella era en mi opinión la escena más importante del juego. Por su fragilidad, por su sinceridad, por la honestidad que encerraba; por lo que nos contaba sobre el personaje, y sobre un conflicto mucho más jodido y cercano que el que enfrentaba a todos sus dioses. Porque la inmortalidad nos queda muy lejos, pero de reprimir nuestros sentimientos todos sabemos un rato.

Recuerdo escribir también que por el momento en Ragnarok no había podido encontrar nada semejante, porque el problema de resultar magistral es que dejas el listón muy alto. Sí había encontrado espectáculo, contundencia y momentos diseñados para hacerte aflojar una lágrima fácil, por fortuna acompañados de pequeños brotes de ese tipo de mimo al narrar y de una sensibilidad que no se limitaba a dibujar un Kratos cansado. Todo estaba bien, todo funcionaba y todo apuntaba a otra epopeya fenomenal llena de momentos para el recuerdo, pero tras ese primer arañazo a los nueve reinos quedaba por encontrar esa chispa de verdad pura que traspasase la pantalla y te hiciera creer todo lo demás. La que confirmase que no había sido un mero espejismo.

Hoy, por fin, puedo decir que la he encontrado. Que las he encontrado.

Hablo en plural porque son unas cuantas, aunque en lo personal es una escena en concreto la que siempre recordaré. No poder hablar de ella todavía me consume por dentro, pero baste decir que si esto es un juego sobre el paso de la adolescencia a la madurez lo mismo puede decirse de una franquicia y de un estudio que gracias a estos momentos se han ganado no solo un puesto en la mesa de los mayores, sino en el olimpo de las historias que importan. God of War Ragnarok habla de muchísimas cosas, y probablemente la menos importante es la que le presta el subtítulo: sí, es cierto que el argumento arranca hablándonos de profecías y de lo inevitable de esa Batalla del Fin del Mundo, y sí, también es cierto que vamos a verla en pantalla (abrochaos los cinturones porque es un espectáculo inenarrable), pero todo eso es ruido de fondo. Todo es puro pretexto, todo es pura metáfora, y toda su mitología y su cataclismo existen solo para hacer colisionar y crecer a sus personajes. A Kratos, a Atreus, y a los demás. Algunos, como Thor, son heridas que tardarán en cerrar y hallazgos prodigiosos, retratos crudos y abrumadoramente humanos que señalan con el dedo el infantilismo de otras adaptaciones que no hace falta nombrar. Otros, como Sindri o el propio Brok, son compañeros del alma.

Pocas, muy pocas secuelas son capaces de hacer evolucionar a su elenco con esta mezcla de calidez e inclemencia, y por eso tengo que detenerme en Kratos. No es el protagonista, porque el protagonista es Atreus, pero sí es el que se te agarra más fuerte del corazón. Lo que se ha hecho con este personaje, lo que se ha conseguido, el desafío que era hacer creíble esta transformación y la maravilla que es verla culminar aquí, en este Kratos que duda y que crece y que entiende lo que a veces implica querer, es simplemente emocionante. Yo en los videojuegos he visto lograr cosas muy difíciles, pero ninguna tanto como conseguir que la ternura sea el primer sentimiento que te invade al pensar en el protagonista de God of War 3.

Si algún legado nos deja esta bilogía, si estos dos juegos encierran algún tipo de mensaje transformador para el propio medio es sin duda este, y por eso creo que las acusaciones de continuismo eran infundadas. Las mías las primeras, que conste. Y no porque dijeran ninguna mentira: no lo era que el juego recicla una parte importante de sus escenarios (ultracongelados, eso sí) en sus compases iniciales, ni que a nivel mecánico el combate, la exploración y la gestión de inventario parezcan encontrarse demasiado cómodos ofreciendo más de lo mismo. Tampoco es mentira que todo esto pasa a ser una anécdota una vez descubres la escala real del juego, y unos Nueve Reinos de una extensión incluso excesiva que dejan en ridículo a esa breve secuencia de introducción. A los largo de las 35 horas que en lo personal me ha llevado alcanzar los créditos (y que no me extrañaría ver dobladas, pero en un rato hablaremos del contenido) God of War Ragnarok no deja de regalar escenarios inéditos y giros a sus mecánicas con un ritmo a veces agotador, con lo que cabe preguntarse por qué se arriesga a causar esa primera impresión perezosa y derivativa. Y la respuesta, de nuevo, es la honestidad.

La honestidad de un juego que pone por encima de todo a sus personajes y que si se revisita es porque la narración se lo pide, porque necesita aportar continuidad a lo que en el fondo no son más que dos mitades de la misma cosa. God of War Ragnarok no es tanto una secuela como una elipsis, y necesita construirse sobre sí mismo del mismo modo que lo necesitaba otro juego que tuvo el valor de prescindir de subtítulos rimbombantes y zanjar el asunto con un esclarecedor “Parte 2”. Con lo que al menos yo no contaba es con que el nivel fuera comparable: el título de Naughty Dog me sigue pareciendo más descarnado y quizá más brillante, pero hablamos de ese tipo de pulso narrativo y de ese tipo de puñetazo en la mesa. Además, puede que la pista definitiva estuviera delante de nuestras narices todo este tiempo. Puede que simplemente no fuera sensato pedirle otra cosa que continuidad a una historia que está contada de principio a fin sin un solo corte, en un infinito plano secuencia.

En este sentido, cualquier acusación de efectismo hipster debería haber tenido exactamente el mismo recorrido que hay desde el primer árbol de God of War hasta la primera vez que alguien llama a la puerta. Aún así habrá quien siga pensando que el plano secuencia es solo una pirueta de cara a la galería, y yo simplemente les invito a intentar seguir defendiéndolo tras Ragnarok; tras cierta escena en una tienda de campaña, o tras cierta otra a la salida de una pelea en una taberna. Son momentos que jamás pasarían el corte en las aceleradas máquinas de bombear testosterona que eran los God of War de antaño, y que sin embargo ahora vertebran el tono y la verdadera esencia de los nuevos: son la derrota, la vulnerabilidad, la duda, el perdón y la angustia. Son todos los sentimientos que vienen después de la furia, y que por fin tienen tiempo en pantalla para brillar. Si God of War es ahora un artefacto narrativo tan portentoso es sobre todo gracias a ellos, y al dominio técnico y la valentía formal de un estudio que se atreve a redoblar la apuesta incorporando a la mezcla diferentes puntos de vista. Porque ahora la cámara a veces se despega de Kratos, y sigue a quien toque seguir, por el tiempo que toque seguirlo. Tanto rebotando entre los diferentes protagonistas de una coreografía de combate como recogiéndole el guante a una narración que ahora se bifurca cuando toca y transcurre en paralelo cuando la situación lo requiere, el plano secuencia de Ragnarok no es solo una demostración de poderío impactante, sino que en cierto modo ejerce de narrador. Es ese plano infinito el que le da o le quita importancia a personajes, a momentos o a ramas del argumento, y también el que decide lo que sabemos y sobre todo desde la perspectiva de quién lo sabemos. Espero no haber dado demasiados detalles; quien quiera entender que entienda.

Otro asunto importante del que odiaría desvelar demasiado es que este espíritu coral renovado también trae consecuencias mecánicas, principalmente en la forma de alternativas ofensivas nuevas. En God of War Ragnarok no siempre vamos a encarnar a Kratos, y el sistema de combate aprovecha esa pelota que el argumento le deja botando para experimentar con unas cuantas ideas que realmente supongan un contrapunto a lo acostumbrado. Más velocidad, más énfasis en el combate a distancia, una mayor importancia de determinados estados alterados… y una puntilla que en términos de creatividad y de diseño puro la ponen los acompañantes, porque en God of War Ragnarok no siempre vamos a encarnar a Kratos pero sobre todo no siempre va a guardarnos las espaldas Atreus. Revelar algunos de los asistentes más inesperados entraría de lleno en el terreno del spoiler espeluznante, así que por el momento quedaos con que el plantel ronda las dos cifras, con que todos funcionan de maneras diferentes y con que los efectos que todo esto tenga, porque de hecho lo tiene, en el combate son insignificantes respecto al verdadero filón que supone pasar tiempo a solas con todos ellos: su relevancia en lo argumental.

Y es que es bien sabido que el chascarrillo a destiempo y el diálogo intrascendente suelen obrar milagros a la hora de forjar vínculos y de construir arcos de personaje, los mismos dos motivos a los que obedece la Casa de Sindri, una SSV Normandía con salón comedor y acabados en pan de oro que sirve de parada y fonda para los protagonistas, de hub central para una estructura de misiones y reinos que Ragnarok también hereda de 2018, y sobre todo de base a la que regresar para comentar la jugada con absolutamente toda la tripulación tras cada paso del argumento. Que lo que en casa siempre hemos llamado cariñosamente “la putivuelta” se esté convirtiendo otra vez en tendencia es una de las mejores noticias del año, pero es que creedme, hay mucho que comentar. Hay mucho que comentar y mucho que ver y mucho, muchísimo por hacer, porque en Ragnarok no vamos a dejarnos un solo reino sin visitar y porque quizá sea precisamente a nivel de escala y de contenido donde el juego decide sacar más pecho de su condición de secuela multimillonaria. Por variedad desde luego no iba a quedar, porque en ese sentido la mitología nórdica no deja de ser un Super Mario Bros 3 hipervitaminado y un recorrido por mundos literalmente de hielo, de agua y de fuego en los que el departamento de arte de Santa Monica no ha venido a hacer prisioneros. Pero no son solo la intrincadísima arquitectura de Alfheim, las detonaciones de polvo multicolor sobre la jungla de Jötunheim o el imposible color turquesa de las aguas en la rivera de Nidavellir, el hogar de los enanos de Svartalfheim. Es su tamaño. O mejor dicho, su densidad.

Es el inexplicable equilibrio entre detalle enfermizo y extensión absurda, los rincones secretos que malgastan frescos y estatuas trabajadísimas solo para esconder un cochino cofre, y sobre todo es su manera de entender el contenido opcional. Un contenido opcional que acaba convirtiéndose en prácticamente obligado, porque de ignorarlo sabes lo que te estás perdiendo. Y no me refiero solo a una cuestión de objetivos, porque de cuando en cuando el juego también deja caer alguna que otra búsqueda de coleccionables que en apariencia no tiene demasiado fuste. Y la clave está ahí, en la apariencia. En que en God of War Ragnarok las misiones de recadero más nimias, que son las menos, encierran siempre historias fascinantes y diálogos que aportan contexto a los personajes, y las secundarias como Odin manda, que son las más, suelen incluir no solo complejas cadenas de submisiones aderezadas con sus propias cinemáticas e incluso con jefes realmente memorables, sino que cuando menos te lo esperas aceptar una de estas aparentes distracciones alternativas da acceso a secciones absolutamente masivas del escenario, e incluso a pequeños mundos abiertos que a su vez esconden nuevos encargos, etc. Por una vez, y sin que sirva de precedente, los menús del juego no mienten. Si estás terminando el juego y Midgard solo figura completado al 18% probablemente sea cierto.

Hace falta echarle muchas ganas (y mucho dinero) para dedicar semejante despliegue de medios a secciones que gran parte de los jugadores ni siquiera llegarán a ver, sobre todo porque en God of War Ragnarok una nueva estancia o cuatro palmos de terreno virgen generalmente equivalen a un nuevo puzzle, y por supuesto que esto también incluye a las secundarias. Como recurso para estructurar la progresión, como masaje mental ligero y sobre todo como bienvenido contrapunto al combate es un esfuerzo de agradecer, aunque entiendo que el asunto de la frecuencia será estrictamente cuestión de gustos. Por eso seré diplomático, y diré que en estos rompecabezas se encuentran algunos de los momentos más inspirados del juego, pero también otros de los más tediosos. Siendo menos diplomático podría haber dicho que los puzzles de localizar tres runas para abrir un cofre siguen siendo infumables y que hacernos rehenes de los incrementos de salud que encierran para obligarnos a completarlos sigue siendo una idea de bombero importante, pero por lo demás, un consejo para futuras entregas: si tus propios personajes bromean sobre la cantidad de puzzles basados en buscar un mejor ángulo para lanzar el hacha probablemente sea porque de hecho son demasiados. Hacer chistes sobre tus propios errores está muy bien. No cometerlos a sabiendas está incluso mejor.

Y quién dice el Hacha dice las Espadas del Caos, aunque podría decir también otra cosa. Supongo que es un esfuerzo inutil porque en el momento que leáis estas líneas Internet será un hervidero de spoilers y probablemente tengáis ya a mano la lista completa de movimientos, pero que no se diga que no lo intentamos: Sí, en Ragnarok hay un arma nueva. No, no es el martillo de Thor. Y no, no vamos a deciros cual es.

Y quizá haya decidido no hacerlo llevado por la pura ilusión que me hizo encontrarla a mi, o por el tremendo impacto emocional de una escena inmediatamente anterior a la que me gustaría rendirle respeto, por lo que sea. Lo que sí diré es que a veces menos es más, que en ocasiones saber limitarse es una virtud, y que ese cosquilleo al estrenar un juguete nuevo y esa sensación de estar viviendo un acontecimiento simplemente no se darían en uno de esos juegos que te sepultan en Cimitarras Legendarias de la Condenación cada vez que te anudas los cordones de los zapatos correctamente.

Creo que uno de los principales aciertos del original, el de 2018, fue precisamente el de entender el potencial icónico de aquella escena, y a su vez el de buscar la profundidad que un arsenal tan limitado parecía cortar de raíz precisamente en el manejo de las propias armas, en su moveset siempre creciente y en una especialización que las convertía en complementarias. Es un dibujo, el de ataque a distancia - control de masas - pupa de verdad, que el nuevo artilugio que presenta Ragnarok apuntala ofreciendo también daño acumulativo y algo parecido a la gestión espacial de la mano de una serie de cargas explosivas que pueden adherirse a paredes, al suelo o al propio enemigo hasta en siete ocasiones, y que pueden detonarse con solo un gesto de Kratos. Además, y como era de esperar, su influencia se extiende más allá del combate, porque Ragnarok sigue teniendo el corazón de un pequeño metroidvania en sus escenarios y el backtraking bien arriba en la lista de prioridades, y porque esta nueva arma resignifica la práctica totalidad de sus mapeados con su capacidad de fijar nuevos puntos de apoyo en los que balancearnos. Y más pistas no os voy a dar.

De vuelta a lo que viene siendo repartir hostias como panes, y dejando de lado justo eso, la pavorosa y hasta cierto punto adictiva contundencia de unos impactos que diría que en esto sí que no tienen rival (gran parte del mérito vuelve a ser del equipo de sonido y de otro trabajo espectacular), la base del sistema de combate vuelve a ser la flexibilidad, tanto en la elaboración de los combos como en las renovadas sinergias elementales entre hacha, espadas y… casi me pilláis. Así, y basándose en movimientos específicos que permiten “cargar” el arma de hielo, fuego o viento según proceda, la llave a las verdaderas carnicerías suele estar en la acumulación de alguno de estos estados sobre un enemigo hasta que este pasa a estar congelado y, por tanto, a ser especialmente vulnerable a los ataques de fuego, y así hasta que reviente el pobre infeliz. Generalmente lo hará en la forma de unas ejecuciones que vuelven a estar ligadas al botón R3 y que vuelven a ser indescriptiblemente grotescas: si alguien sigue pensando que la serie se ha vendido a lo woke y que esto ni es violencia ni es nada me gustaría conocer su opinión tras ver lo que hace Kratos con las mandíbulas de los licántropos. Por lo demás, y dejando de lado decenas de particularidades que darían para otro tipo de texto y que vuelven a probar su valía como hack and slash de élite, resaltar por un lado que los escudos son mucho más variados y mucho más importantes (el especializado en parrys es para ponerle su nombre a una calle), y por el otro que la Ira Espartana ahora viene en tres sabores: en el primero Kratos pierde la puta cabeza como de costumbre, con el segundo las cargas recuperan salud, y el tercero está enfocado a causar daño masivo. Sí, más todavía. Quizá os venga bien probarlo contra los Berserkers, el equivalente a las Valquirias del primer juego. Buena suerte con eso.

Se trata de combates que suponen ante todo un espectáculo visual de primer nivel, algo que diría que es extensible a casi cualquier otro aspecto del juego. God of War Ragnarok sabe de dónde viene, sabe lo que se espera de él, y no decepciona. Si distingo entre lo técnico y lo visual es porque su principal mérito está justo ahí, en una dirección de arte formidable y acertadísima que deja notar su impronta en las panorámicas de infarto y los lobos persiguiendo a la luna pero también en los minuciosos grabados de una daga y en los remates de unas hombreras. Está en lo técnico, está en lo artístico, y está en todo lo que cae justo en medio, como los modelados casi enfermizos y las texturas de otro planeta. God of War Ragnarok es algo así como el tripe A definitivo, un juego que dedica a la armadura del guardia de una taberna el tipo de cuidado que otros juegos de su misma liga reservarían para sus protagonistas, y aún así todo esto vuelve a ser secundario. Se ve de pelotas, sí, pero si semejante despliegue consigue algo real, algo duradero, algo por lo que merezca la pena el esfuerzo, ese algo es la manera en la que le tiembla la expresión a Kratos cuando su hijo duerme a su lado.

Eso es lo que deja obsoleto el debate sobre su evidente carácter intergeneracional, y lo que a la vista de lo conseguido con la reciente y también soberbia técnica de animación facial de Horizon Forbidden West debería convertirse en tendencia en este tipo de producciones: avanzar es poner la tecnología al servicio de lo que se quiere contar, y no contar una nadería al servicio de la tecnología. God of War Ragnarok utiliza la suya para inundarse de humanidad, para pintar el rencor y la pérdida en las facciones de unos personajes que antes, en el pasado, eran tan planos como su rostro. Siempre nos quedará la duda de lo que podría haber sido el juego de haberse construido exclusivamente para una máquina nueva, de acuerdo, pero es una duda estéril y una preocupación de otra época; es el balbuceo infantil del niño que imita a su padre y de una industria que se conformaba con acercarse a la realidad, sin que ninguno de los dos se hubiera parado a pensar en lo que haría cuando la alcance. Lo que God of War Ragnarok es, de lo que habla, es precisamente de eso. De crecer, de madurar, y de ser más que un eco de lo que vino antes. De ser mejores. De Kratos, de Atreus, y sobre todo de la vieja industria y la nueva. Ese es el verdadero relevo generacional, y no las absurdas discusiones sobre el ray tracing.

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Licenciado en telecos y sufrido currante del audiovisual. Tras trabajar en un videoclip de Camela consideró que su carrera había tocado techo y ahora busca abrirse un hueco en la prensa del videojuego. Le gusta el hardcore punk, los animalicos y Zlatan Ibrahimovic, no necesariamente por ese orden. También podéis escucharlo en el podcast Antihype o seguirlo en Twitter: @chicocartera.

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