Gorjeo

2022-12-02 18:51:04 By : Mr. raven hu

Faltan unos minutos para el mediodía y en la cancha de la escuela de Pongo flamea la Tricolor, sacudida por el viento que corre por el pueblo. Desde la parte de arriba del poblado, rodeado por montañas gigantes, que se asemejan a unos titanes protectores, el emblema patrio se ve como el invitado principal en la clausura del año escolar.

En medio de la algarabía de unas 50 personas, tres niños se gradúan: dos pasaron del kínder a primero y uno a primero de secundaria.

Bastaron 15 minutos de caminata, aproximadamente, para llegar hasta el lugar: cuesta abajo desde la carretera a los Yungas de La Paz, a la altura de los restaurantes que en la vera del camino, por donde corre un viento gélido, ofrecen trucha; ahí donde un letrero da la bienvenida a Pongo. Hasta ese lugar fueron unos 50 minutos en transporte desde la terminal de buses Minasa, por 30 bolivianos.

Esa cancha, donde se gradúan los tres niños, es el inicio del Pongo escondido, que se muestra con criaderos de trucha, vestigios del ferrocarril y paisajes mágicos.

“Allá abajo, en el río están los criaderos de truchas, con todo el proceso; aquí arriba, están los restaurantes, donde se puede comer. También tenemos nuestra iglesia que tiene más de 130 años y los puentes del ferrocarril, que están en el bosquecillo”, dice Ángel Quispe a Página Siete.

Cuando nos acercamos a él y nos identificamos, puso en su rostro un gesto de gran sorpresa que acompañó con un: “¡Ahh, qué bien que estén aquí!”. “Invitamos a muchos medios, pero sólo uno vino”, añadió sin perder esa sonrisa que hace sentir a uno bienvenido.

“La iglesia la construyeron nuestros primeros papás, los que eran pongos. El pueblo (Pongo) se llama así porque aquí había pongos hasta antes de la Revolución de 1952. La iglesia es de piedra y su techo era de paja”, comienza a explicar como si se tratara de un guía de turistas.

Estamos frente al templo, construido al pie de una montaña y en medio de unos árboles de pino, que le dan una sombra que lo muestra enigmático.

Ángel tiene 71 años. Él ya no fue pongo, como sus abuelos y su padre. Trabajó la tierra que después de la Revolución de 1952 pasó del hacendado Rafael Taborga a los comunarios de Pongo. Ahora es dueño de uno de los pequeños restaurantes de trucha que están pegados a la carretera a Yungas. Tuvo seis hijos, tres viven en el pueblo.

Conoce cada rincón del poblado enclavado en esa cadena montañosa. Parado frente al templo señala al norte, donde se ve son dos cerros que se unen. “Se llaman Punku, significa puerta en aymara; son la puerta del ingreso a Yungas. Así se llamaba primero nuestro pueblo, Punku, que se fue transformando a Pongo”, dice.

“Tenemos lugares secretos y lindos para mostrar, pero nos falta apoyo de las autoridades. Por ejemplo, necesitamos que mejoren el ingreso al pueblo, es de tierra, y no tenemos señalética para indicar dónde están los restaurantes y los sitios para conocer”, añade.

Después de la Revolución de 1952, cuando cada comunario de Pongo tuvo que trabajar sólo para él, la comunidad mantuvo las cualidades agropecuarias con las que sostuvo, primero a los españoles, luego a los hacendados, según los comunarios.

Apolinar Hampiri, Nicolás Condori, Justo Choque, Beatriz Chura, Gregorio y otros pongos que se beneficiaron con la distribución de la tierra siguieron con el cultivo de la papa, haba y otros alimentos y con la cría de ganado ovino y camélido.

Félix Copa, propietario de Los Pinos, el primer criadero y restaurante de truchas, creció trabajando en el campo y pastando ovejas, llamas y vicuñas, hasta que en los años 80 –según recuerda– se comenzó a ensanchar y pavimentar la carretera a Yungas. Los trabajos implicaron la remoción de tierra, que fue echada sin mirar hacia abajo, hacia Pongo.

“Entonces no había ficha ambiental, nada, y construyeron sin mirar abajo”, dice Felix.

“Cambiaron el curso de nuestro río y la tierra cayó donde pastábamos nuestros ganados. Como no había otras fuentes de ingreso, la gente se fue, nos quedamos unos cuantos”, recuerda.

Félix es uno de los invitados a la clausura escolar de la escuela. Se aparta unos minutos del acto para contar cómo inició su emprendimiento, que hoy es uno de los atractivos turísticos más fuerte a los que apuesta Pongo.

“Comencé hace más de 20 años, aún era joven”, remarca Félix, que tiene 61 años.

Cuenta que entonces trabajaba en una empresa de cría de truchas, donde se le metió la idea de que él podía hacer un negocio similar en Pongo. Por lo que había llegado a conocer, su pueblo era ideal, porque además su río estaba poblado con esos peces.

“Se necesitaba dinero, no tenía, pero como era joven sabía que lo lograría”, afirma.

“Primero cavé los estancos, pero faltaba arena y piedras. Con mi esposa, que tenía un puestito en la carretera, juntamos y compramos ese material. Después faltó agua y tuvimos que hacer otra inversión en tubos para traer agua del río. Ya tenía el estanque lleno y la preocupación fue de dónde sacar las truchas. Me fui al río y cada día traía las truchas en balde. ¿La comida para las truchas? Comencé a buscar lombrices en la tierra. Así comencé, poco a poco”, cuenta el ahora empresario de 60 años.

“Los turistas se enteraron y comenzaron a llegar y yo sólo ya no daba abasto; entonces, otros comunarios comenzaron a criar truchas. Hoy tenemos 10 restaurantes, criaderos y se practica la pesca deportiva; y la gente de Pongo comenzó a regresar, hasta los jóvenes”, añade.

El poblado tiene actualmente 80 familias, por eso tal vez los graduados este año en la escuelita de turno mañana fueron sólo tres niños.

“Todo es nuestro trabajo porque no tenemos apoyo del Estado, de la Gobernación ni de ninguna institución por el problema de límites entre La Paz y Palca, no tenemos ni POA”, remarca Félix.

Su esperanza es el censo. “Ojalá que con la nueva cartografía nuestra situación mejore”, expresa.

En Pongo los criaderos de truchas son un espectáculo aparte con estanques de aguas cristalinas y corrientes donde nadan truchas de diferentes tamaños y de colores plomo oscuro y dorado. Y como un complemento mágico está el río, con un lecho de piedras oscuras por donde se abre paso una corriente de agua cristalina y brillante. La falta de lluvias redujo su caudal.

Ramón Choque, otro comunario de Pongo, cuyo hijo inauguró hace poco más de un año un nuevo criadero y un restaurante, que bautizó como Antojito del río, advierte que en tiempo de lluvia el cauce cobra una fuerza peligrosa.

Nos guía a su negocio y nos muestra los estanques donde cientos de truchas nadan incesantemente.

Al fondo de su propiedad, está el bosquecillo de Pongo, por donde corrió un ferrocarril hasta los años 60 del siglo pasado. Dos puentes construidos en piedra en medio de la arboleda son los vestigios que dejó ese tiempo. Cruzarlos es una experiencia indescriptible, una mezcla de temor por el fuerte viento que corre sin parar y la curiosidad de alcanzar la tranquilidad que promete el bosquecillo, donde el clima cambia abruptamente, generando la sensación de que se está en una zona tropical. “Más arriba, a unas dos horas de caminata, tenemos una laguna, un bosque de queñuas”, dice Félix Quispe.

Se refiere a la laguna de Jinchu Muruni, donde una leyenda del pueblo cuenta que desaparecieron seis zampoñistas atraídos por una sirena.

Los comunarios evitaban llegar a la laguna, a menos que estuvieran en época seca y tuvieran la necesidad de ir a buscar agua. Durante la pandemia unos turistas la descubrieron y los pobladores decidieron mostrarla, pero guardándole siempre respeto, que pasa por mantenerla limpia. Por eso después de cada visita suben a retirar cualquier desecho que dejen los turistas.

También tienen Chamakani, un lugar en medio de sus cerros donde dominan tres piedras con forma humana y donde la mayoría del tiempo graniza. Es un lugar sagrado, igual que aquel donde se ven rocas con inscripciones que –según los pobladores de Pongo– hicieron los españoles para señalar el camino hacia una mina de oro.

“Son nuestros tesoros, nuestras creencias que nuestros padres mantuvieron cerradas, igual que nosotros, pero a los que ahora están llegando turistas y nosotros queremos compartirlos”, dice Ángel Quispe.

“Lo único que queremos es mantenerlos limpios. Por eso cada 15 días salimos todos a limpiar el pueblo, nos colabora el Sernap”, añade el pongueño mientras regresa a su casa después de haber participado en el acto de graduación en la cancha de la escuelita de Pongo.

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