Viaje a nuestros orígenes: el camino de la evolución

2022-12-02 19:43:52 By : Mr. Steven Lin

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Actualizado a 31 de mayo de 2017, 13:13

Reconstrucción digital de Ardipithecus ramidus modelada con resina.

En busca de fósiles, un equipo internacional inspecciona los sedimentos cerca del río Awash -tras los árboles, en el horizonte- bajo la mirada de un hombre de la etnia afar. En la zona se han hallado especímenes fundamentales para iluminar el transcurso de la evolución humana, entre ellos el esqueleto más antiguo que se conoce. Apodado Ardi, pertenece a la especie Ardipithecus ramidus.

Foto: Tim D. White / Museo Nacional de Etiopía, Addis Abeba

Los dientes de Ardi, algunos incrustados todavía en los maxilares, son más valiosos que cualquier joya para el paleoantropólogo Berhane Asfaw, que los sostiene en las manos. La delgada capa de esmalte, los patrones de desgaste y la composición química sugieren una dieta de frutos y nueces, propia de un habitante del bosque.  

La mano de Ardi, reproducida aquí a tamaño natural y recompuesta a partir de huesos de las manos izquierda y derecha, tiene una medida similar a la mano de un humano moderno, pese a su reducido tamaño corporal.

Las risas también forman parte de la jornada de trabajo en el Awash medio para Tim White, codirector del proyecto, y Ahamed Elema, jefe de clan afar.

Para estos concienzudos investigadores cualquier detalle puede ser importante.

El  Berhane Asfaw codirector del proyecto, examina unos hallazgos

El polvo rodea a los investigadores que peinan un yacimiento del Awash medio llamado Halibee, donde aparecieron fragmentos del esqueleto de un Homo sapiens de hace 100.000 años. El material superficial suelto se recoge y se tamiza (al fondo). Los banderines azules definen el perímetro de la excavación, y los amarillos señalan la localización de fósiles o de utensilios de piedra.  

Un cráneo de Homo sapiens primitivo hallado en 1997, con capacidad de albergar un cerebro grande, revela ya los rasgos humanos presentes en el hombre de Herto.

El hombre de Herto usaba grandes bifaces (19 centímetros de largo) y otros útiles de piedra tallada para descuartizar hipopótamos.

Las marcas de cortes en una mandíbula de antílope indican que le cortaron la lengua con un instrumento afilado de piedra.

El fabricante más probable de los útiles es Australopithecus garhi, nombre asignado a un cráneo que fue hallado en 1997.

Cientos de fragmentos de hueso, dientes, trozos de madera, semillas y otros materiales biológicos son clasificados en un día lluvioso. Cuando el terreno está fangoso y los ríos bajan crecidos, el equipo no puede visitar los yacimientos de Ar. ramidus y se dedica a clasificar y preparar los objetos hallados.

El cráneo fragmentado y aplastado de Ardi era demasiado frágil y estaba demasiado incompleto para reconstruirlo, por lo que Gen Suwa, de la Universidad de Tokyo, hizo una reconstrucción digital de una parte del cráneo mediante microtomografía computarizada (CT). (Ver foto siguiente.)

A partir de más de 5.000 imágenes tomográficas de los fósiles, Gen Suwa reunió 64 fragmentos digitales. Comparando su trabajo con datos de otros primates antiguos y modernos, reconstruyó un cráneo virtual y produjo una imagen especular de la parte izquierda de la cara, que no existía (en marrón). Asignó colores al resto de las piezas para diferenciarlas.

Lucy y Ardi vivieron con más de un millón de años de diferencia. Lucy fue hallada en 1974 a unos 60 kilómetros al norte del Awash medio. Su pelvis y sus extremidades indican que era totalmente bípeda, un paso evolutivo que Ardi todavía no había dado.

Con el descubrimiento de Ardi, el fósil de Lucy, de 3,2 millones de años de edad, dejó de ser el esqueleto de homínido más antiguo conocido.

En el desierto etíope de Afar hay muchas formas de morir. Hay enfermedades, pero también ataques de fieras, mordeduras de serpientes, caídas desde un risco o los tiroteos entre alguno de los clanes afar y los miembros de la etnia issa, que viven al este, en la margen opuesta del río Awash.

Pero la vida es frágil en toda África. Lo diferente aquí es la excepcional perdurabilidad de los restos de los muertos. La cuenca de Afar se encuentra justo sobre una fractura cada vez más ancha de la corteza terrestre. Con el tiempo, los volcanes, los terremotos y la lenta acumulación de sedimentos se han combinado para sepultar los huesos y sacarlos mucho después a la superficie convertidos en fósiles. El proceso no se ha detenido. En agosto de 2008 un cocodrilo mató a un niño en el lago Yardi, en una zona del Afar conocida como Awash medio. Tres meses después, Tim White, paleoantropólogo de la Universidad de California en Berkeley, llegaba a la orilla del lago cerca del lugar donde había muerto el niño. En su opinión, los huesos del pequeño, cubiertos por los sedimentos del lago, tenían bastantes probabilidades de convertirse algún día también en fósiles. «Hace millones de años que muere gente en esta región –dijo White–. A veces tenemos suerte y encontramos sus restos.»

Lo diferente aquí es la excepcional perdurabilidad de los restos de los muertos

El proyecto de investigación del Awash medio, del que White es codirector junto con sus colegas etíopes Berhane Asfaw y Giday WoldeGabriel, anunció el pasado mes de octubre su mayor golpe de suerte: el descubrimiento, que se produjo 15 años atrás, del esqueleto de un miembro de nuestra familia muerto hace 4,4 millones de años en un lugar llamado Aramis, a unos 30 kilómetros al norte del actual lago Yardi. Perteneciente a la especie Ardipithecus ramidus, se trata de una hembra adulta - «Ardi»- , más de un millón de años más antigua que la famosa Lucy y mucho más esclarecedora respecto a uno de los santos griales de la evolución: la naturaleza del antepasado común que compartimos con los chimpancés. Es casi un acto reflejo para los medios de comunicación decir que cada nuevo hallazgo «echa por tierra los conceptos anteriores sobre nuestros orígenes». En el caso de Ardi, parece ser cierto.

Sin embargo, Ar. ramidus representa sólo un momento de nuestro viaje evolutivo desde un simio como tantos otros hasta una especie que tiene en sus manos el futuro del planeta. No hay mejor lugar en la Tierra para observar esta transformación que el Awash medio. Además del ya­­cimiento de Aramis, estratos correspondientes a otros 14 períodos han proporcionado homínidos -miembros de nuestro exclusivo linaje, también llamados homininos-, desde formas aún más antiguas y primitivas que Ar. ramidus hasta las primeras encarnaciones de Homo sapiens.

White me contó que muchas de esas «ventanas al pasado» están tan próximas entre sí que puedes literalmente desplazarte a pie de un yacimiento a otro en dos días, y me invitó a visitar a su equipo sobre el terreno para demostrármelo. Nuestro plan era comenzar en el presente, en el lago Yardi, y remontarnos en el tiempo para ir desprendiéndonos poco a poco de lo que nos hace humanos, rasgo a rasgo, especie a especie.

Salí de Addis Abeba con dos docenas de científicos y estudiantes y seis guardias armados. Nuestra caravana de 11 vehículos llevaba provisiones y material para seis semanas. A medida que avanzábamos por los montes, las abruptas terrazas con plantaciones de sorgo y maíz dieron paso a bosques sumidos en la niebla.

Desde lo alto del escarpe descendimos en zigzag la colosal escalinata formada por la separación de las placas litosféricas Arábiga y Africana, que comenzó hace entre 30 y 25 millones de años y que ha hundido cada vez más la cuenca de Afar situándola en la sombra orográfica de las montañas, lo que impide la llegada de las nubes de lluvia. A unos cientos de metros del fondo de la cuenca, nos detuvimos. A nuestros pies, las colinas más cercanas, al oeste, descendían hacia una accidentada llanura marcada por infinidad de fallas. En el horizonte, al sudeste, más allá de la franja verde del río Awash, los montes parecían confluir en el cono del joven volcán Ayelu. Al pie del Ayelu vimos una media luna de plata: el lago Yardi.

Dos días después estaba paseando por sus orillas con White, Asfaw, WoldeGabriel y otros dos veteranos del proyecto, el geólogo Bill Hart, de la Universidad de Miami en Ohio, y Ahamed Elema, jefe del clan afar Bouri-Modaitu. Durante un rato seguimos la orilla del lago. Como en el pasado, continúa siendo el lugar idóneo para la formación de fósiles. Los animales acuden a comer y a beber, a matar y a morir. Los huesos quedan enterrados, a salvo de la descomposición, y a lo largo de los milenios, el agua infiltra minerales y se lleva la materia orgánica.

Nuestro primer día de caminata nos llevó al este a través de un brazo de tierra elevado que se llama península de Bouri, hasta la aldea afar de Herto. Salimos de la sombría vegetación que bordea el lago y atravesamos unas dunas bajas de arena gris. Muy pronto, un niño y una niña afar vinieron a recibirnos con su rebaño de ca­­bras. Los afar son pastores, y excepto porque ahora tienen armas de fuego, su vida no es hoy muy diferente de como era hace 500 años. Mientras caminábamos bajo el sol entre los animales, era fácil imaginar que el tiempo histórico retrocedía con rapidez a cada paso. Nos acercamos a la chozas cubiertas de hierba y a las empalizadas de espino de Herto. «Fíjese dónde pisa», me aconsejó Asfaw, el antiguo director del Museo Nacional de Etiopía en Addis Abeba. A mi alrededor, la erosión hacía emerger de la arena amarillenta y pedregosa los fragmentos de un cráneo fósil de hipopótamo. A escasa distancia yacía un utensilio de piedra en forma de lágrima, de unos 12 centímetros de largo. Los afar no fabrican utensilios de piedra. Habíamos llegado a nuestra primera ventana al pasado.

En noviembre de 1977 el equipo estaba inspeccionando el terreno donde ahora nos encontrábamos, a unos 200 metros de la aldea, cuando uno de sus miembros descubrió el fragmento de un cráneo de homínido. Marcó su localización con un banderín amarillo y el equipo se abrió en abanico en busca de más fragmentos. Pronto los banderines amarillos brotaron como flores en el campo, concentrados en un punto en particular. Incrustado en la arena había lo que resultó ser un cráneo humano notablemente completo.

Mientras otros miembros del equipo excavaban en el sitio del hallazgo, WoldeGabriel, geólogo del Laboratorio Nacional de Los Álamos en Nuevo México, recogía muestras: trozos de obsidiana y pumita. Esas rocas, expulsadas en forma de lava fundida por las erupciones volcánicas, son muy valiosas para los geólogos porque muchas veces se pueden datar. Las muestras de Herto fueron analizadas y dieron una edad de entre 160.000 y 154.000 años para el cráneo.

Las muestras de Herto fueron analizadas y dieron una edad de entre 160.000 y 154.000 años para el cráneo.

La datación situaba el hallazgo en un período muy significativo. Comparando el ADN de seres humanos actuales de diferentes regiones, los genetistas habían establecido hace tiempo que la ascendencia de todos los humanos modernos podía rastrearse hasta una población que vivió en África hace entre 200.000 y 100.000 años. Sin embargo, había pocos restos fósiles de ese período que respaldaran el modelo genético. Entonces apareció el fósil de Herto. Cuando el cráneo masculino, ancho y de entrecejo prominente, emergió de su matriz arenosa, le puso cara a la teoría del origen africano. Se trataba de un Homo sapiens moderno muy temprano. De hecho, según Time White, es el miembro de nuestra especie más antiguo hallado hasta ahora. Lo más asombroso de su cráneo alto y redondeado eran sus dimensiones: con un volumen de 1.450 centímetros cúbicos, supera el tamaño medio del cráneo humano actual. (Un segundo cráneo me­­nos completo hallado en el mismo lugar podría ser incluso más grande.) Pero la cara alargada del fósil y algunos rasgos puntuales en la parte posterior del cráneo lo vinculan con formas anteriores y más primitivas de Homo en África, incluido un cráneo de 600.000 años de antigüedad hallado en 1976 por otro equipo en el Awash medio, en un lugar llamado Bodo.

«Una de las cosas que sabemos de la población de Herto es que les gustaba comer carne, sobre todo de hipopótamo», dijo White mientras limpiaba un cráneo de este animal. Muchos huesos de mamífero hallados en Herto presentan marcas de cortes practicados con útiles de piedra. Sin embargo, es imposible determinar si los pobladores del lugar cazaban, o si aprovechaban las piezas cobradas por otros depredadores. Las caracolas halladas en la arena de la playa han revelado que troceaban la carne a orillas de un lago de agua dulce, como el Yardi actual. Pero no hay indicios de hogueras, ni ningún otro signo de ocupación, por lo que no se sabe dónde vivían.

A juzgar por el tamaño enorme de su cerebro, el hombre de Herto era tan «humano» como cualquiera de nosotros. No obstante, desde el punto de vista del comportamiento faltaba algo fundamental. Los útiles de piedra hallados en Herto representan una tecnología bastante compleja, pero no son muy diferentes de los instrumentos fabricados 100.000 años antes o incluso 100.000 años más tarde. No hay cuentas perforadas, como en otros yacimientos africanos de 60.000 años después. Tampoco hay figurillas es­­culpidas u otras obras de arte, como en el paleolítico superior europeo, ni mucho menos indicios de arcos y flechas, metalurgia, agricultura y todo el virtuosismo cultural y tecnológico que llegaría después. Con sólo remontarnos 160.000 años (un simple parpadeo en nuestro viaje evolutivo), hemos despojado a la humanidad de uno de sus atributos más característicos: la innovación.

Pero un detalle curioso observado en los huesos podría ser un anuncio de la complejidad conductual que estaba por llegar, el susurro de un símbolo, de un acto cargado de significado. Varios días después del hallazgo de los cráneos de individuos adultos, Asfaw descubrió otro: el de un niño de seis o siete años. Las marcas de cortes indicaban que la carne había sido cuidadosamente separada del hueso cuando éste aún estaba fresco, de una manera que sugería una práctica ritual más que simple canibalismo. La superficie del cráneo infantil se había conservado intacta y aparecía pulida, un indicio de que el objeto había sido manipulado repetidamente. Quizás el cráneo del niño pasó de mano en ma­­no, venerado como una reliquia posiblemente durante generaciones, antes de que alguien lo depositara por última vez allí, en Herto.

Tras un almuerzo rápido, proseguimos nuestra marcha por la margen opuesta a la aldea de Herto, bajando por la ladera oriental de la sierra de Bouri, hacia un reseco paisaje lunar de areniscas grises, jalonado por pequeñas cuevas y pilares de formas intrincadas. WoldeGabriel explicó que las fallas habían levantado e inclinado hacia el sudoeste esos sedimentos, modelados después por el viento, el agua y la fuerza de la gravedad. Habíamos llegado a una nueva ventana al pasado, el llamado miembro Dakanihylo, o «Daka», una de las tres unidades geológicas de la formación Bouri. Los sedimentos de Daka tienen un millón de años. A finales de diciembre de 1997, el estudiante de posgrado Henry Gilbert advirtió que la parte superior de un cráneo asomaba entre los sedimentos de Daka. Al final de la jornada, el equipo había desenterrado una porción esférica de arenisca de 50 kilos en torno a la bóveda craneal completa, pero sin cara, de un Homo erectus.

Homo erectus es uno de los homínidos antiguos que mejor conocemos

Descubierto en 1891 en Indonesia, Homo erectus es uno de los homínidos antiguos que mejor conocemos. Por su tamaño corporal y por las proporciones de sus extremidades, se parecía mucho a los humanos modernos. Su cultura lítica, conocida como achelense, tuvo como elemento típico en la mayoría de las regiones hachas de mano grandes y simétricas. Elema cogió una para mostrármela: un buen trozo de basalto negro tallado por los dos lados, que sólo había perdido la punta aguzada. Era más tosca que los útiles que acababa de ver en Herto, pero, provisto de esas herramientas y de sus largas piernas, H. erectus era capaz de explotar una amplia variedad de hábitats y fue probablemente el primer homínido que salió de África, hace casi dos millones de años, y llegó hasta el Sudeste Asiático.

Sin embargo, en el breve recorrido de Herto a Daka, habíamos perdido definitivamente otro aspecto tangible de nuestra naturaleza humana: varios cientos de centímetros cúbicos de materia gris. El espécimen de Daka tiene una capacidad craneal de mil centímetros cúbicos, un tamaño bastante típico para un ejemplar de H. erectus y mucho más pequeño que el del fósil de Herto o incluso que el cráneo intermedio de Bodo, de hace 600.000 años, hallado al otro lado del río.

En cuanto a falta de innovación, los útiles achelenses fabricados por H. erectus se mantuvieron invariables durante más de un millón de años, un lapso de tiempo que en un famoso comentario un antropólogo describió como un período de una «monotonía casi inimaginable». White fue más condescendiente. «La especie tuvo un éxito enorme y logró multiplicar con creces la expansión geográfica de sus antecesores. H. erectus estaba del mismo lado que nosotros en una gran línea divisoria, con un cráneo más grande y un nicho ecológico definido por el uso de herramientas. Retrocedamos aún más en el tiempo y eliminemos esos aspectos, y entraremos en un mundo realmente extraño.»

Un solo paso nos llevó a ese extraño lugar. Debajo de Daka hay un paréntesis en la sucesión geológica donde los caprichos de las fallas y la erosión han borrado una porción de tiempo. Dimos una larga zancada sobre esa divisoria, retrocedimos otro millón y medio de años y llegamos a una llanura agreste surcada por barrancos del color de la ceniza violácea bajo el calor de la tarde. Los estratos bajo nuestros pies pertenecen a otra de las unidades geológicas de la formación Bouri conocida como miembro Hata, una ventana a un pasado aún más lejano. A mediados de los años noventa, una sucesión de hallazgos en ese lugar permitió vislumbrar una de las transiciones más revolucionarias de nuestro trayecto evolutivo. En 1996 el equipo descubrió huesos de antílope, de caballo y de otros mamíferos con unas reveladoras marcas de cortes realizados con útiles de piedra hace 2,5 millones de años, uno de los indicios más antiguos del uso de herramientas.

«Las marcas en el interior de una mandíbula de antílope indican que le cortaron la lengua –dijo White–. Por eso no sólo sabemos que fa­­bricaban útiles, sino lo que hacían con ellos: extraer las partes más nutritivas de los cadáveres de grandes mamíferos.» Curiosamente, no se halló ninguna herramienta en el sitio. Quizá los que despiezaron el animal se llevaron los utensilios cuando se marcharon. «No creo que ocuparan este lugar –dijo White–. Llegaron y se fueron.» Junto a esos huesos de mamíferos aparecieron las primeras pistas acerca de quiénes podían ser «ellos», los que iban y venían: a unos tres metros se halló un fémur, varios huesos del brazo y un fragmento del maxilar inferior, restos todos ellos pertenecientes a un único homínido. El fémur era bastante largo, un rasgo avanzado propio del género Homo, pero también lo eran los huesos del antebrazo, lo que se considera una característica más simiesca.

Hasta ese momento, parecía que todo se desarrollaba como en el mejor de los sueños de un paleoantropólogo. Hacia esa época, el linaje de los homínidos se había bifurcado. Una de las ra­­mas del género Australopithecus se especializó en el consumo de tubérculos duros y otros alimentos difíciles de masticar, por lo que desarrolló grandes músculos maxilares y muelas robustas. La otra rama (homínidos con muelas cada vez más pequeñas, de estructura más ligera, piernas más largas y cerebros cada vez más grandes) condujo hasta nosotros. Los cerebros grandes son útiles, pero también son costosos de mantener. Requieren alimentos muy calóricos, como los que se pueden conseguir, por ejemplo, aprovechando las piezas cobradas por los leones y rompiendo los huesos para chupar el tuétano. Lo que faltaba en Hata era un cráneo que encajara con esa descripción: un ejemplar que, sin tener un cerebro tan grande como el de H. erectus, estuviera claramente encaminado en esa dirección. Tal como se esperaba, en la siguiente campaña de excavaciones el miembro del equipo Yohannes Haile-Selassie, actual director de antropología física del Museo de Historia Natural de Cleveland, descubrió el primer fragmento de un cráneo de homínido. Pero no era como se esperaba.

El cráneo resultó tener algunos rasgos del género Homo, en particular el tamaño de los incisivos. Pero los molares y premolares eran enormes, y con sólo 450 centímetros cúbicos de capacidad craneal, el cráneo no era más grande que el de un Australopithecus típico. Aquella no era una criatura capaz de dominar su entorno como H. erectus, sino un primate bípedo bastante listo, capaz de sobrevivir entre depredadores más grandes y más rápidos y de eludir sus fauces el tiempo suficiente para transmitir su creciente inteligencia a la siguiente generación.

En lengua afar, garhi significa «sorpresa»

El equipo lo bautizó con el nombre de Australopithecus garhi; en lengua afar, garhi significa «sorpresa». Au. garhi vivió en el lugar y momento adecuados para ser el antepasado inmediato de Homo. Si verdaderamente lo fue, está por ver. «El misterio se resolverá pronto –dijo Asfaw mientras íbamos hacia los coches para volver al campamento–, y se resolverá en el Awash medio.»

A la mañana siguiente, nuestra ruta se adentraba en el territorio de un beligerante clan afar, el clan Alisera. Para evitar problemas, primero haríamos una visita diplomática a su aldea de Adgantole con los seis policías afar. También era una ventaja llevar con nosotros a Ahamed Elema: como administrador del distrito, el jefe del clan Bouri-Modaitu gozaba del respeto de todos los clanes afar del Awash medio. Después de la conversación amigable que esperábamos mantener, el equipo de investigación regresaría al oeste, en dirección al territorio Bouri-Modaitu, y nos dejaría a algunos por el camino cuando estuviéramos fuera de la vista de la aldea para que pudiéramos continuar nuestra excursión hacia el pasado sin interferencias desagradables del presente.

Situada junto a la llanura de inundación del río Awash, Adgantole era una aldea polvorienta y maloliente. Los afar suelen saludarse con el tradicional dagu, un entusiasta besamanos acompañado de un intercambio de noticias. En las otras aldeas que habíamos visitado la gente salía en masa para compartir el dagu con nosotros; allí sólo unos pocos fueron a recibirnos. El jefe del clan, que por lo visto estaba enfermo, se quedó dentro de su choza. Elema entró a hablar con él. Cuando salió, volvimos a la sierra que separaba dos torrentes. Nuestra siguiente parada en el viaje a través del tiempo debería haber sido un yacimiento de 3,4 millones de años de antigüedad llamado Maka, donde habían sido hallados un maxilar y otros restos de Australopithecus afarensis. Pero Maka estaba al otro lado del río, y la guerra entre los afar y los issa había convertido la zona en una tierra de nadie intransitable.

El espécimen más conocido de Au. afarensis es Lucy, hallada por Donald Johanson en el yacimiento etíope de Hadar en 1974 y descrita en 1979 por el propio Johanson y Tim White (que entonces tenía 28 años), junto con otros fósiles de Hadar y del yacimiento de Laetoli, en Tanzania. Con una antigüedad de 3,2 millones de años, Lucy tenía la mandíbula prominente y el cerebro poco más grande que el de un chimpancé, pero su pelvis y los huesos de las extremidades (por no mencionar las huellas conservadas en un lecho de ceniza en Laetoli) revelaron que la especie ya era bípeda. Algunos científicos señalaron, sin embargo, que sus dedos de las manos largos y curvos, sus largos antebrazos y otros rasgos indicaban que Lucy también estaba bien adaptada para moverse por los árboles, como un chimpancé. La mayoría de los estudiosos supusieron que sus antepasados debieron de parecerse aún más a los chimpancés, que se ba­­lancearían colgados de las ramas y caminarían sobre los nudillos cuando estaban en el suelo. Sólo hacía falta hallar huesos para demostrarlo. Pero les esperaba una buena sorpresa. «Pensábamos que Lucy era primitiva –dijo White mientras conducíamos por la sierra. Dejó escapar una sonora carcajada–. No teníamos ni idea de lo que era ser primitivo.»

«No teníamos ni idea de lo que era ser primitivo»

Unos cientos de metros más adelante, los que estábamos haciendo el viaje en el tiempo nos bajamos de los coches. El día anterior habíamos caminado hacia el este, en dirección al río; esta vez nos dirigimos al sudoeste, a través de una zona de cárcavas conocida como Complejo del Awash Central (CAC). En el centro del CAC se encuentra Aramis, cuna de la famosa Ardi.

Desde principios de la década de 1990, Giday WoldeGabriel había estado estudiando la complicada geología del CAC. Hace 5,2 millones de años, un mar de lava se derramó sobre una enorme llanura de inundación. Con el tiempo, los se­­dimentos se depositaron sobre la base basáltica. Las ocasionales erupciones volcánicas dejaron capas de ceniza intercaladas en los sedimentos, como capas de mermelada en una gran tarta. Mientras tanto, el magma que empujaba desde abajo inclinó la tarta hacia el oeste, dejando al descubierto sedimentos que llevaban mucho tiempo sepultados y algunas capas de ceniza, que a menudo es posible datar. Nuestro paseo nos llevó a través de la zona inclinada de los de­­pósitos, por lo que nuestro desplazamiento horizontal en el espacio fue en realidad un descenso vertical en el tiempo. Por desgracia, a través de los milenios, la tarta del CAC se ha visto aleatoriamente sacudida y alterada por los movimientos tectónicos y ha sufrido el desgaste de la erosión, por lo que los trozos de bizcocho y los de mermelada se encuentran entremezclados de manera bastante caótica.

Mientras bajábamos la pendiente, WoldeGabriel se detuvo para romper con el martillo de geólogo una pálida veta de roca volcánica llamada toba Lubaka (lubaka significa «león» en afar). La toba Lubaka no contiene minerales que admitan la datación radiométrica; pero un poco más abajo había otro tipo de material datable. A lo largo del tiempo, la polaridad magnética del planeta ha cambiado bruscamente varias veces, y esos cambios han quedado registrados en la orientación de los minerales magnéticos de algunas rocas. Uno de esos cambios de polaridad, producido hace 4,18 millones de años, dejó su huella en los sedimentos del CAC.

Justo debajo de ese marcador estratigráfico se encontraba nuestro primer destino: un llano jalonado de arbustos donde en 1994 salió a la luz una mandíbula fósil. La pieza guardaba muchas similitudes con los fósiles hallados por Meave Leakey y su equipo en dos yacimientos del Gran Rift Valley, en Kenya, a los que Leakey bautizó como Australopithecus anamensis. Posteriormente aparecerían más fósiles en un lugar del Awash medio llamado Asa Issie, a unos 10 kilómetros de distancia del sitio donde entonces nos encontrábamos.

Todos esos fósiles eran un poco más antiguos y un poco más primitivos que Au. afarensis, pero a juzgar por una tibia hallada en Kenya y un fémur descubierto en Asa Issie, Au. anamensis también era bípedo. La principal diferencia entre las dos especies es simplemente el paso del tiempo. En otras palabras, los nombres representan dos puntos arbitrarios en un único linaje en evolución, sin una clara línea divisoria entre ambos. Por debajo del nivel de Au. anamensis, el pa­­norama de la evolución de los homínidos en el Awash medio se sume temporalmente en la oscuridad. La arcilla verde amarillenta por la que caminábamos se depositó hace entre 4,4 y 4,3 millones de años, cuando esta parte del CAC era un lago parecido al Yardi. Nada se ha conservado en ella, excepto peces. Sin embargo, debajo del estrato de los peces aguarda el premio gordo.

Llegamos a una extensión pedregosa y abrasada por el sol, sin más rasgo distintivo que un tosco semicírculo de rocas basálticas. Las piedras marcaban el lugar donde el 17 de diciembre de 1992 el paleoantropólogo Gen Suwa, de la Universidad de Tokyo, observó un enigmático molar que asomaba en el suelo. Tenía suficientes características para revelar que era de homínido. Dos días después el cazador de fósiles Alemayehu Asfaw encontró cerca de ese punto un fragmento de maxilar infantil con un primer molar. «Ese diente de leche era diferente a todos los que yo había visto de niños homínidos, y los había visto todos –me contó White–. Gen y yo nos miramos, sin necesidad de decirnos nada. Aquello era muchísimo más primitivo.»

El equipo marcó un perímetro y comenzó a peinar la zona. WoldeGabriel acudió para estudiar la geología y determinó que los depósitos que contenían los fósiles de homínido estaban comprendidos entre dos capas de ceniza volcánica, la toba Gàala («camello») y la toba Daam Aatu («babuino»). Las dataciones de ambas tobas resultaron ser indistinguibles: 4,4 millones de años para las dos, lo que significaba que las erupciones volcánicas habían capturado un pe­­ríodo específico, que quizá no había durado más de mil años. En todos los puntos donde afloraban esos depósitos, sobre un arco de nueve kilómetros, había fósiles: monos, antílopes, osos, rinocerontes, aves, insectos, madera y otros elementos vegetales fosilizados, e incluso fósiles de bolas de estiércol de las que hacen rodar los escarabajos peloteros. El equipo llamó al lugar Aramis, el nombre afar de un cauce seco cercano.

«En este lugar, en ese momento, se dieron todas las condiciones adecuadas –dijo White, extendiendo los brazos–. Todo estaba bien.»

Al año siguiente el equipo empezó a explorar un afloramiento en Aramis, más o menos a un kilómetro al oeste. Aparecieron más fósiles de homínido: un canino superior sin desgastar, un molar de llamativo aspecto perlado, más dientes y un hueso de un brazo. Pero más importante aún que los huesos de homínido era la abundancia de datos sobre el contexto ecológico en el que vivieron aquellas criaturas. Durante casi un siglo los científicos habían supuesto que nuestros an­­tepasados empezaron a caminar erguidos cuando abandonaron el bosque, donde todavía viven nuestros parientes los primates antropomorfos, y se establecieron en las sabanas abiertas. Pensaban que habían adoptado la nueva postura para desplazarse con más eficacia sobre largas distancias. Pero una aplastante mayoría de los huesos de mamífero hallados en Aramis eran de monos y antílopes del bosque. Los patrones de desgaste de los dientes de homínido y el análisis de los isótopos del esmalte sugirieron una dieta más propia de un ambiente boscoso. Si efectivamente la criatura era bípeda (hasta ese momento, los indicios eran sólo indirectos), entonces quizás había que abandonar una de las premisas más aceptadas acerca de la evolución humana. El equipo dio al nuevo homínido el nombre de Ardipithecus ramidus. (Ardi significa «terreno» o «suelo» en lengua afar, y ramid, «raíz».)

En 1994 el equipo estaba ansioso por regresar, y al final del primer día, aprovechando las últimas horas de luz, todos corrieron al afloramiento. Mientras se ponía el sol, Yohannes Haile-Selassie encontró el hueso de una mano a tiro de piedra del lugar donde el año anterior se habían hallado los dientes. Al día siguiente el equipo empezó a tamizar el limo arenoso y suelto en torno al hallazgo, y aparecieron más huesos de manos y pies. Después, una inspección a fondo de la zona proporcionó una tibia. Finalmente aparecieron el cráneo y la pelvis, ambos aplastados. De hecho, todos los huesos grandes estaban en mal estado y prácticamente se pulverizaban al separarlos del sedimento compactado. Cada vez que aparecía un hueso, lo remojaban con líquido endurecedor, extraían una porción del sedimento que había a su alrededor y envolvían el conjunto en escayola para proteger el fósil durante el viaje al museo de Addis Abeba.

Ninguno de los investigadores se había atrevido a pensarlo al principio, pero era evidente que habían encontrado el esqueleto de un solo individuo, tan completo como el de Lucy pero diferente de todo lo que se había visto hasta ese momento. Mientras que la mayoría de los otros huesos del yacimiento presentaban signos de haber sido destrozados por las hienas después de la muerte, el esqueleto de homínido se conservaba milagrosamente intacto. Aparentemente, tras la muerte de la hembra, sus huesos se hundieron en el barro, tal vez pisoteados por hipopótamos u otros herbívoros, y quedaron protegidos de los carroñeros. Tras permanecer enterrados durante 4,4 millones de años, se habrían reducido a polvo si hubieran estado uno o dos años más en la superficie. «Fue más que un golpe de suerte –afirmó White–. Fue un hallazgo contra todo pronóstico.»

Durante 15 años, sólo él, White y un pu­­ñado de colegas tuvieron acceso al esqueleto

La recuperación del esqueleto llevaría otros dos años, además de los que se necesitaron para limpiar y preparar los huesos, y los que todavía hicieron falta para catalogar los 6.000 restos de otros vertebrados hallados en Aramis, realizar estudios isotópicos de las piezas dentales y estudiar a fondo la geología. Mientras, Suwa, un mago en el nuevo ámbito de la antropología virtual, realizó escáneres tomográficos de los huesos que por su fragilidad no podían manipularse y creó versiones digitales que podían ser sometidas a estudio. Durante 15 años, sólo él, White y un pu­­ñado de colegas tuvieron acceso al esqueleto.

En el trayecto hasta Adgantole, hicimos un alto en el lugar donde se halló el esqueleto de Ardi, en un llano junto a la carretera, más o menos del tamaño de una pista de tenis. Un montón de piedras tapaba el sitio de la excavación. Reinaba el silencio, pero no me costó imaginar los gritos de entusiasmo cuando de la tierra fueron emergiendo cada uno de los huesos (125 en total), o cuando más adelante, en el museo, los investigadores los extrajeron de la funda de escayola. Uno de ellos se produjo al retirar la escayola que envolvía un primer cuneiforme, un pequeño hueso del pie, que se articula con la base del dedo gordo. En los humanos y otros homínidos, la superficie de unión de este hueso está orientada de tal forma que el dedo gordo queda alineado con los otros dedos, lo que hace posible la presión contra el suelo para dar una buena zancada bípeda. En los primates antropomorfos, la superficie de unión apunta en otra dirección, de tal modo que el dedo gordo se puede separar de los otros y oponerse a ellos, para agarrarse a las ramas de los árboles. En ese rasgo fundamental, Ardi se parecía a los primates antropomorfos. Sin embargo, en otros aspectos, su pie no era nada simiesco y presentaba características que le habrían permitido caminar erguida.

Ardi no era otro bípedo más, ni un cuadrúpedo más

Miraran donde mirasen, los científicos encontraban un extraño mosaico de rasgos: algunos muy primitivos, otros avanzados y exclusivos de los homínidos. Ardi no era otro bípedo más, ni un cuadrúpedo más. Era las dos cosas a la vez. Pregunté a White si la forma transicional de Ardi justificaría que habláramos de Ar. ramidus como de un «eslabón perdido». Nada más oír la pregunta, dio un respingo: «Esa expresión es errónea en tantos sentidos que no sé por dónde empezar. Lo peor de todo es insinuar que en algún momento del pasado existió algo a medio camino entre un chimpancé y un humano. El concepto del eslabón perdido es un error muy difundido que desde el comienzo ha sido una plaga para el pensamiento evolutivo, un error que Ardi debería erradicar de una vez por todas».

De hecho, si la interpretación del equipo del Awash medio es correcta, Ar. ramidus no se pa­­rece en nada a un chimpancé o un gorila modernos. Por supuesto, primates antropomorfos y humanos descienden de un antepasado común. Pero sus linajes han evolucionado de forma independiente y en direcciones bastante diferentes desde entonces.

En el Awash medio, todavía me quedaban un millón de años por recorrer antes de la cena. Desde Aramis cruzamos una llanura pedregosa hasta llegar a un mirador desde donde pudimos contemplar más de 250 kilómetros cuadrados del área estudiada bajo un inmenso cielo azul. Nuestra atalaya pa­­recía un buen lugar para repasar el camino evolutivo que condujo desde Ardi hasta nosotros.

«El hallazgo de Ardi nos permite contemplar la evolución humana como una cadena de montaje en tres etapas»

«El hallazgo de Ardi nos permite contemplar la evolución humana como una cadena de montaje en tres etapas», dijo White. La mejor representación de la primera es Ardipithecus, el «punto cero» en la evolución de los homínidos, un bípedo primitivo con una parte del pie en el pasado y otra en el futuro, con los caninos masculinos ya reducidos y «feminizados», y con un hábitat restringido a zonas boscosas. Después hubo más de dos millones de años de Australopithecus, que aún tenía el cerebro pequeño pero ya era totalmente bípedo, no vivía sólo en el bosque, y su área de distribución se extendía 2.500 kilómetros al oeste del Rift y hacia el sur. Una fase de un éxito enorme para los homínidos, tanto en el tiempo como en el espacio.

¿Evolucionó Australopithecus a partir de Ardipithecus? No es fácil saberlo. En el Awash medio, el estrato con fósiles de peces pero sin homínidos corre un telón entre los dos géneros. Mientras no se encuentren más indicios, allí o en otro lugar, nadie podrá saber si Ardi es la «madre» de Lucy o una tía soltera que murió sin descendencia. Para White hay otra pregunta mejor: ¿Sería posible que Australopithecus derivara a partir de partes de Ardipithecus? Para algunos científicos eso es especular demasiado. Pero no para White. Por los estudios genéticos sabemos que pequeñas alteraciones en la regulación de los genes pueden tener consecuencias anatómicas importantes en muy poco tiempo. Según White, si una locomoción bípeda más eficaz supone una ventaja considerable, la selección natural no tardará muchos milenios en alinear el dedo gordo del pie con los demás y hacer los cambios correspondientes en la estructura del esqueleto.

La misma regla se aplica a la transición de Australopithecus a la tercera fase de nuestro «montaje». Si empezamos a consumir alimentos más calóricos, favoreciendo así el crecimiento del cerebro, el resultado está a la vista: Daka, Bodo, Herto y nosotros. Por supuesto que hay fósiles en otros lugares que también iluminan el camino evolutivo. Pero en el Awash medio, el registro de las transformaciones demuestra que la evolución consiste en construir sobre lo ya construido.«La cadena de montaje de coches es una buena analogía –dijo White–. El bipedalismo es el bastidor; la tecnología es la carrocería; el lenguaje es el motor, que se instala casi al final del montaje, y los iPhones son los adornos del capó.»

Desde nuestro mirador en el Awash, también podemos volver la vista hacia el oeste y retroceder mucho más en el tiempo hasta las estribaciones del escarpe que forma el margen occidental del área de estudio. También allí se han hallado huesos fragmentarios de homínido, de 5,8 millones de años. Reunidos a lo largo de cuatro años por Yohannes Haile-Selassie, han recibido el nombre de Ardipithecus kadabba. La mayoría de los científicos cree que Ar. kadabba es una «cronoespecie» de Ar. ramidus, es decir, una versión anterior del mismo plan básico. White y sus colegas se inclinan por incluir también en esa sucesión dos hallazgos aún más antiguos: unos fragmentos de huesos del muslo procedentes de Kenya, de seis millones de años y a los que se ha dado el nombre de Orrorin tugenensis, y un espectacular aunque enigmático cráneo hallado en Chad, llamado Sahelanthropus tchadensis, con una edad provisional de siete millones de años.

Pese a la antigüedad de esos especímenes aislados, Ar. ramidus es de momento el que ofrece una mejor perspectiva de lo que hay en la base del linaje humano, donde se sitúa nuestro último antepasado común con los chimpancés. Al tiempo de regresar del Awash, pregunté a White por el aspecto que debió de tener el último antepasado común. Nada parecido a un «eslabón perdido» con los chimpancés, desde luego. Según él, debió de parecerse a Ardi, aunque sin la serie de rasgos que en ella hacían posible una locomoción bípeda pese a ser ineficaz. Pero eso sólo es una predicción, y si algo he aprendido en el Awash medio es a no confiar en las predicciones.

«Si de verdad quieres saber cómo fue una criatura, sólo hay una manera de averiguarlo –dijo White–: lanzarse a buscarla.»

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